La teoría genética clásica diría que un padre no puede transmitirle los efectos de sus hábitos a sus hijos. Sin embargo, estudios recientes han mostrado que puede pasar. Un estudio de la Universidad de Copenhague y el Instituto Karolinska de Estocolmo, publicado en 2015, mostraba que los espermatozoides de hombres gordos y delgados salían con los genes marcados de manera diferente. Esto condicionaba la propensión a la obesidad de los hijos.
Un ejemplo clásico de estos cambios es el observado entre los descendientes de las mujeres holandesas embarazadas durante el invierno de 1944. Aquel año, cuando la Segunda Guerra Mundial estaba a punto de acabarse, Holanda sufrió el invierno del hambre, que mató a 20.000 personas y afectó a cuatro millones más. Estudios epidemiológicos posteriores han mostrado que los hijos y nietos de aquellas mujeres seguían hoy afectados por trastornos alimentarios, diabetes y enfermedad coronaria.
Aunque ya se ha visto que estos cambios son posibles, para comprenderlos bien es necesario utilizar organismos más simples y manipulables. Es lo que ha hecho un equipo de investigadores de varias instituciones catalanas que ha publicado sus resultados en la revista Science.
Utilizando gusanos de la especie C. elegans, interesantes porque producen una nueva generación cada dos o tres días, les insertaron un chip transgénico, una cadena de copias de un gen que produce una proteína fluorescente. Así, pudieron medir la actividad de un gen relacionado con el estrés.
Cuando los gusanos estaban a 20 grados, el chip emitía una pequeña fluorescencia. Sin embargo, cuando se incrementaba la temperatura del hábitat de los animales hasta los 25 grados, algo que les resulta desagradable, la cantidad de proteína fluorescente producida aumentaba. Después, aunque volviesen a bajar la temperatura hasta los 20 grados, la actividad del chip transgénico se mantenía. Lo más sorprendente fue que esta especie de memoria del período cálido no solo se guardaba en la memoria de los individuos que lo habían sufrido. Aunque los hijos y los nietos de estos gusanos solo hubiesen vivido a los agradables 20 grados, seguían mostrando la fluorescencia que señalaba la reacción biológica de sus padres y abuelos al calor. El efecto duraba hasta siete generaciones y, si se sometía a cinco generaciones a los 25 grados, la fluorescencia se mantenía hasta 14 generaciones.
Ben Lehner, investigador del Centro de Regulación Genómica y uno de los autores del estudio, comenta que una de las explicaciones para este fenómeno puede deberse a que “como las generaciones de estos gusanos son tan cortas y el entorno puede cambiar más despacio, como las estaciones, esta adaptación les es útil”. “Estos mecanismos no pasan a la línea germinal, pero algo que te pasa al principio de tu vida puede mantener sus efectos muchos años después”, añade. Aunque en principio la mayor parte de esa información acumulada se pierde cuando hay una nueva fecundación, una parte puede pasar y este tipo de investigaciones pueden servir para comprender cuáles.
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