Historia narrada por el neurólogo y escritor británico Oliver Sacks.
En 1953, mientras yo estaba en Oxford, leí la famosa carta sobre la“doble hélice” de James D. Watson y Francis Crick cuando se publicó en la revista Nature. Me gustaría decir que comprendí de inmediato su tremenda importancia, pero no fue ese el caso, y lo mismo le ocurrió a casi todo el mundo.
Sólo en 1962, cuando Crick fue a San Francisco y pronunció una conferencia en el Hospital Monte Sión, comencé a comprender las enormes implicaciones de la doble hélice. La charla de Crick no trató de la configuración del ADN, sino del trabajo que había llevado a cabo con el biólogo molecular Sydney Brenner para determinar cómo la secuencia de las bases del ADN podía especificar la secuencia de aminoácidos de las proteínas. Después de cuatro años de intenso trabajo acababan de demostrar que en ese proceso intervenía un código de tres nucleótidos, lo cual, en sí mismo, era un descubrimiento no menos importante que el de la doble hélice.
Pero estaba claro que Crick había pasado a otras cosas.
En su charla insinuó que había dos grandes empresas cuya exploración se llevaría a cabo en el futuro: comprender el origen y la naturaleza de la vida, y comprender la relación entre el cerebro y la mente, y en concreto, la base biológica de la conciencia. ¿Tenía la menor idea, cuando nos habló en 1962, que esos serían los mismísimos temas que él abordaría en años futuros, en cuanto “se hubiera ocupado” de la biología molecular, o al menos la hubiera llevado a una fase en la que pudiera delegarla en otros?
Unos años más tarde lo vi en un congreso celebrado en 1986 en San Diego. Había muchísima gente, y estaba lleno de neurocientíficos, pero a la hora de cenar me identificó, me agarró por los hombros, me hizo sentarme a su lado y me dijo: “¡Cuénteme historias!” En concreto, quería que le contara historias de cómo la visión podía verse alterada por el daño o la enfermedad cerebral.En 1979 Crick publicó, en Scientific American, Pensando en el cerebro, un artículo en el que, en cierto sentido, legitimaba el estudio de la conciencia en términos neurocientíficos; antes de ello, la cuestión de la conciencia se consideraba algo irremediablemente subjetivo, y por tanto ajeno a la investigación científica.
No recuerdo qué comimos, ni nada más de la cena, sólo que le conté historias de muchos de mis pacientes, y que cada una de ellas le provocó numerosas hipótesis y sugerencias para posteriores investigaciones. Unos días más tarde le escribí una carta y le confesé que la experiencia había sido “parecida a sentarse junto a un reactor nuclear intelectual. (...) Nunca había experimentado tanta incandescencia”. Se quedó fascinado cuando le hablé del señor I., y también cuando le conté que algunos de mis pacientes habían experimentado, en los pocos minutos de un aura de migraña, un parpadeo de imágenes estáticas, “congeladas”, en lugar de su percepción visual normal y continua. Me preguntó si esa “visión cinemática”, tal como yo la llamaba, era siempre un estado permanente o se podía provocar de un modo predecible y que pudiera ser investigado.
Le contesté que no lo sabía.